El silencio de Valparaíso ofrece un respiro para contemplar lo que hemos hecho. Deja que la ciudad se lama sus heridas. Que se haga más elocuente la prosa de sus consignas pintarrajeadas en el frontis de los edificios quemados. Cobija el alivio de muchos que por primera vez, en años quizás, están conociendo lo que es tener noches en calma y podrán irse a dormir sin aquella desesperación que de seguro volverá dentro de poco.
Ese silencio que habita el puerto es el mismo que cantó Huidobro a la lápida de los naufragios. Es silencio de sepulcro que oculta la alegría. Silencio de aislamiento que abre un tiempo de reflexión inevitable. Tantos ojos perdidos. Tanta injusticia. Tantas cosas que estallaron. Tanta intolerancia y atropello. Tanta amistad deshecha. Silencio de pandemia que ilumina el absurdo de una vida que se pierde y que se salva en medio de sueños y mitos que conforman un país que a veces pareciera irreal.
Chile, o la voluntad de ser, o como agregara Lafourcade, una voluntad de ser sin voluntad. Un país cataclísmico de borrón y cuenta nueva sostenido únicamente por el porfiado acto de nombrar las cosas una y otra vez. Tierra de poetas que han declarado periódicamente su muerte y su resurrección.
Silencio, tiempo de contemplación, posibilidad de sosegar el alma para tratar de entender lo que ha pasado, imaginar un sentido por encima del impulso inicial y mirar lo nuevo que viene hacia nosotros y que solo podemos intuir entregados a nosotros mismos ya que nadie nos protege.
Silencio, que deja oír y presentir las cosas rítmicas. Las olas, las estrellas, el corazón, la alegría, el dolor.
Silencio para continuar un trayecto que aún no ha concluido.