A quienes estimo y aprecio dedico esta reflexión. Lo hago para expresarles mis sentimientos frente a lo vivido y también porque sé que son personas valiosas capaces de comprender el momento en que nos encontramos y lo más importante, sé que tienen la capacidad para ir influyendo en el curso de la actual realidad y llevarla hacia el mejor derrotero posible cual es la construcción de un chile de derechos sociales y políticos garantizados por un Estado que hoy por hoy se encuentra muy lejos de aquello.
El hombre es un fin en si mismo. Ese es un concepto universal que no necesita ser desarrollado aquí. Baste con agregar que no somos medios y por lo tanto, no es admisible que se nos instrumentalice.
No está demás sin embargo, mencionar este axioma moral a propósito de los sucesos que han venido ocurriendo en nuestra querida y maltratada ciudad. Hemos sido testigos de la violencia y la destrucción que se han desatado en nuestras calles y plazas en los últimos meses con un tristísimo saldo de angustia y demolición de nuestra infraestructura, lo que simplemente no parece tener ninguna explicación que lo justifique.
Hay quienes propalan que se trata de una violencia que es la respuesta inevitable frente a las injusticias estructurales de Chile y que el daño por ella causado sería simplemente daño colateral, parte del sacrificio que debemos estar dispuestos a ofrecer por una buena causa.
¿Pero existe acaso alguna entelequia por la cual sería válido sacrificar a todos quienes vivimos en Valparaíso, al punto de tener que aceptar perder la fuente de trabajo, o ver la ciudad destruida y acostumbrarnos a vivir con permanente angustia? ¿Existe aquella causa que justificaría la conducta desquiciada de quienes hacen auténticos rituales de violencia y destrucción?
Pues bien, aunque así fuese -según algunos-, ocurre que los mismos que hoy exigen sacrificios por una causa que carece de objetivos claros, andan al par invocando -en este caso con razón- la protección de los derechos fundamentales de la persona, y especialmente, el derecho a la vida y a la integridad en razón de la conculcación que de estos hacen los aparatos represivos del Estado de Chile.
No obstante, se olvidan del derecho a la vida que tenemos aquellos que somos vistos o considerados como parte del daño colateral de una noble causa. Olvidan nuestro derecho de vivir en paz. Y no entienden que son ellos, los supuestos representantes de nobles ideales, quienes están vulnerando nuestros derechos fundamentales también de modo casi cotidiano.
Solo en la defensa de cada uno de nosotros es posible afirmar a toda esa estructura abstracta que es la humanidad. Solo en la defensa de cada habitante de Valparaíso será posible afirmar la nobleza de la justa causa por la que hoy día se pretende luchar.
Entiéndanlo de una vez. El problema no son los fines que al menos muchos de nosotros compartimos. En efecto, somos muchos quienes anhelamos una sociedad justa, sin la ominosa desigualdad que hoy tenemos, y tampoco queremos un sistema tan perverso como el de las AFPs o el de las Isapres. Y sabemos que es igualmente necesaria una nueva constitución para ello.
El problema son los métodos con los que algunos pretenden llevar a cabo estos propósitos. Y es ahí donde debemos ponernos de acuerdo.
Nadie tiene el derecho de sacrificar a quienes vivimos en esta ciudad ni el derecho de sacrificar a Valparaíso. Ninguna causa lo vale. Sería dispararse en los pies; atentar contra las propias premisas de un movimiento que desea un país más justo.
Lo anterior no impide en ningún caso entender que toda esta violencia que se ha desatado en Chile es la consecuencia del fracaso de nuestro modelo de desarrollo, o aún más, la consecuencia del fracaso de nuestra propia cultura.
Sí. Es absolutamente cierto que dicha violencia se ha desatado en contra del mismo sistema que la causa, así como el hecho de que la “primera línea” está compuesta por seres desintegrados para quienes nuestro país y nuestra ciudad les son ajenos, siendo éstos el símbolo de su exclusión. El modelo de desarrollo ya no les es injusto. Simplemente les es ajeno. Ese es el drama. Pero el hecho de entenderlo no lo transforma en aceptable.
Por otro lado, estos sucesos parecieran haber dado paso a una suerte de revisitación de nuestra historia, a la que sería aplicable con bastante justeza aquella ley que dice que lo que primero aparece como tragedia, luego lo hace como farsa, así como el personaje que aparece como héroe termina deviniendo en loco.
Tragedia y farsa se hermanan y complementan; una, el origen, encuentra su continuidad en el espectáculo ridículo y grotesco que terminamos viendo en el futuro.
Allá, lejos en el tiempo, el sacrificio de Allende, la violencia retorcida de la dictadura y la resistencia organizada y heroica de quienes intentaron legítimamente deponer por el camino de la rebelión a Pinochet, se alzan como momentos históricos muy distintos frente a los intentos de encontrar una similitud en el hoy, como pretenden algunos dirigentes, sin recato y sin respeto alguno por las formas y fondo de la política.
Mas bien, nos encontramos en el momento presente con pésimos actores de reparto que luchan denodadamente por verse como los protagonistas en el hoy de una tragedia que nos precedió y donde toda una generación fue derrotada y lo que es peor, dio paso al chile actual con su matriz consumista, desregulada y neoliberal, consolidada y profundizada por las décadas de la mal llamada transición.
Eso sí, actúan —con pésimos resultados—, en lo que apenas resulta ser un sketch, con grupos de incondicionales que nada entienden de ese binomio maldito: la tragedia y la farsa que le sigue.
La violencia del hoy tiene poco de trágica aunque a ratos conserve su tono, pero de tragedia menor, habiendo en este momento menos de heroísmo y sí mucho de locura.
Tal como dice dice un autor Mexicano “íbamos a cambiar la historia del mundo, en nombre del futuro. Y no pudimos cambiar ni la historia de nuestra familia. Íbamos a escribir un drama aleccionador y la vida nos dio una lección. La «poesía del porvenir» reside en ignorarlo”.
De ahí que en mi opinión, la única vía posible para que este proceso de cambio llegue a dar los frutos esperados sea a través de las instituciones. Pero precisamente por eso, es que resulta necesario dotar a la institucionalidad de los elementos necesarios que la hagan creíble, legítima, y le permitan procesar de modo adecuado las demandas de transformación social hic et nunc.
Por eso el proceso constituyente se vuelve fundamental representando la única manera viable de terminar con el sistema político neutralizado que hoy tenemos. Y ese es el fondo del asunto. Todos los temas de derechos sociales como el fin de las afp, salud pública y educación pública gratuitas y de calidad, y un largo etcétera, son asuntos que deberán ser abordados por un futuro conjunto de instituciones políticas que sean hijas de un sistema transparente, legítimo y sin cortapisas para procesar las demandas de transformación.
Sin embargo, se nos presenta un problema adicional toda vez que el camino de la nueva constitución se da en el plano de las soluciones abstractas mientras que en paralelo tenemos una constitución encarnada en el ethos cultural de nuestra sociedad que es el producto de la actual institucionalidad, de modo que podemos llegar a tener (con mucha probabilidad) una nueva constitución en sentido formal coexistiendo con un trasfondo que se le opone, haciendo pervivir más bien la actual cultura neoliberal.
Por lo tanto, darse una nueva constitución es también promover la necesidad de un cambio cultural, incluso antes que un cambio de signo político.
Es entender que el campo de batalla somos también nosotros mismos y que la rebeldía del presente consiste en entender que ser ciudadano implica deberes, y uno de ellos, quizás el más importante es el de comportarnos fraternalmente unos con otros.
De ahí que la actitud de los Representantes de la Mesa de Unidad Social que tuvieron la capacidad de reunirse con integrantes de 14 partidos de oposición a objeto de llegar a acuerdos relacionados al proceso constituyente y al rol del Gobierno ante la crisis social, sea digna de encomio.
Seguir en cambio por el camino de la violencia ciega, ni siquiera servirá para ponerle el nombre correcto a las cosas y lentamente en cambio, la resistencia y la crítica al modelo neoliberal serán invisibilizadas, mal interpretadas y tergiversadas gracias a la habilidad mediática y comunicacional de quienes hoy gobiernan el país.
La lucha de todos debe ser decidida en pos de la recuperación de la convivencia.
Si ello no ocurre, nos hundiremos definitivamente